El cine de explotación de los años 80 es, para muchos, una cantera de placeres culpables, excesos visuales y vendettas emocionales sin mayor pretensión que la catarsis. VENGANZA SOBRE RUEDAS (1987), dirigida por Steven Hilliard Stern, es uno de esos títulos que, sin alcanzar jamás la categoría de clásico, se mantienen en el recuerdo por una combinación inusitada de rabia justiciera, camiones monstruosos y un espíritu de serie B que no intenta disimular su ADN: esto es pura gasolina, mugre y redención a martillazos.
Un conductor de camiones, construye uno especial de ocho toneladas, para ayudar a la venganza contra los rednecks que mataron a su familia y violaron a su novia.
Sí, el argumento es exactamente lo que parece: una mezcla entre el JUSTICIERO DE LA CIUDAD (1974) y MAD MAX (1979), filtrado por la lente estética de los videoclubes de bajo presupuesto y su origen canadiense. Pero lo que sorprende de VENGANZA SOBRE RUEDAS es que, en su limitada ambición, logra una eficacia inusitada. No intenta ser más de lo que es, pero tampoco se traiciona a sí misma. El guion de Michael Thomas Montgomery sabe exactamente a qué público se dirige y evita las florituras: la justicia es brutal, física, directa. El dolor se transforma en acero.
El relato no se detiene en ambigüedades morales: los villanos son innegociablemente despreciables —misóginos, racistas, violentos— y el héroe es una figura trágica cuyo silencio es más elocuente que cualquier monólogo. La actuación de Don Michael Paul, si bien limitada, tiene una sobriedad funcional que ayuda a sostener la empatía. Lo suyo no es el histrionismo, sino una contención que canaliza el trauma hacia la acción. Su evolución de hijo obediente a ejecutor está tratada con una linealidad que, aunque predecible, resulta coherente con el género. Donde la película flaquea es en su construcción dramática. Las escenas de duelo emocional —especialmente las que involucran al padre de Joey— están dirigidas con torpeza e incluso con humor involuntario y que estorban al verdadero propósito del filme. La música es insistente, a veces excesivamente literal, y los diálogos, especialmente en los segmentos de exposición, caen en lo esquemático. Hay una sensación constante de que el montaje quiere pasar lo más rápido posible a la siguiente secuencia de destrucción, como si la película supiera que su alma no está en la reflexión, sino en el rugido del motor mientras busca venganza.
El verdadero icono de la película no es Joey, ni siquiera sus víctimas. Es el camión. Una criatura de acero blindado, con ruedas descomunales, cuchillas frontales y una presencia visual imponente. La introducción de este vehículo es tratada casi como una epifanía: emerge del garaje como un Golem contemporáneo, nacido del dolor y la impotencia. Cada aparición posterior está coreografiada con eficacia: luces rojas, motores atronadores, planos contrapicados que lo hacen ver como un titán imparable mientras expulsa fuego por los tubos de escape. Y es aquí donde VENGANZA SOBRE RUEDAS encuentra su clímax visual: la secuencia en la que Joey irrumpe en el bar donde se oculta uno de los antagonistas, destruyendo muros, mesas y cuerpos con su camión es, sin duda, el momento cumbre del filme. Filmada con una economía de medios admirable, la escena transmite una sensación de poder desatado, casi mitológico. No es solo venganza: es un acto ritual de purificación a través del caos.
A diferencia de otras cintas de explotación de su época, VENGANZA SOBRE RUEDAS evita el regodeo explícito en la sangre. La violencia es más sugerida que mostrada, y aunque los atropellos y choques tienen contundencia, rara vez se detienen en el sadismo. Esto la distingue de productos contemporáneos que confundían brutalidad con provocación. Aquí, la violencia tiene un sentido: es una respuesta desproporcionada, sí, pero también simbólica. Es el grito desesperado de un sistema fallido, canalizado en forma de máquina de guerra. El maquillaje y los efectos prácticos cumplen con lo justo. Heridas, contusiones y efectos de destrucción están al servicio de la funcionalidad, no del espectáculo. El diseño de sonido —en especial el motor del camión y los crujidos metálicos— aporta una textura visceral que refuerza la tensión, incluso cuando los actores apenas expresan en sus rostros.
En definitiva y resumiendo: VENGANZA SOBRE RUEDAS es una película menor dentro del vasto panorama del cine de acción de los 80, pero precisamente en esa modestia radica su valor. No pretende cambiar las reglas del juego ni ofrecer una mirada sofisticada sobre la justicia, pero logra canalizar la ira colectiva de una época con una honestidad brutal. A través de su protagonista silencioso y su camión infernal, articula una fantasía de revancha que, por más simple que sea, resulta eficaz y visualmente memorable. No pretende ser una gran película, pero sí un testimonio vibrante de un cine que no pedía permiso para ser lo que era. Para los fanáticos de las venganzas motorizadas, del cine de videoclub y de la estética VHS, VENGANZA SOBRE RUEDAS sigue siendo un viaje de destrucción mecánica que vale la pena recorrer.