Una niña aparece asesinada en el bosque de un pequeño pueblo suizo. Inmediatamente las sospechas recaen sobre el viejo vendedor ambulante que encontró el cadáver. Únicamente el comisario Mattei duda de su culpabilidad, pero se acaba de jubilar y deja el caso en manos de un compañero. Ya en el aeropuerto, a punto de despegar su avión, a Mattei le vienen a la mente algunos detalles contados por los niños de la escuela; decide entonces aplazar su viaje e investigar el caso.
A nivel narrativo, EL CEBO no pierde el tiempo. Su estilo es seco, sin rodeos, con diálogos sobrios y una puesta en escena elegante pero contenida. Eso no significa que sea fría: hay escenas cargadas de tensión y emoción, pero todo está dosificado con cuidado. Vajda y el guion coescrito con Hans Jacoby prefieren insinuar antes que subrayar, lo cual se agradece. Ahora, si hay una escena que se ha ganado el estatus de “obra maestra del suspense”, es la que sucede en el bosque. Es sencilla en apariencia, pero magistral en ejecución. La niña —el “cebo” involuntario— está sola, y el asesino se le acerca con un gesto amable y una promesa dulce: chocolate. El espectador lo sabe todo. Ella, nada. La tensión es insoportable. No hay música estridente ni efectos exagerados. Solo miradas, palabras suaves y una amenaza silenciosa que se siente en el estómago. Muchos críticos la han destacado como la mejor escena de la película, y con razón: es una clase magistral de cómo generar miedo sin levantar la voz.
Heinz Rühmann, conocido por sus papeles en comedias, sorprende en un rol oscuro. Su comisario Matthäi no es un héroe tradicional: es obstinado, vulnerable, y está dispuesto a cruzar líneas peligrosas para demostrar que tiene razón. En el otro extremo, Gert Fröbe (quien más tarde sería el famoso villano Goldfinger) construye un personaje espeluznante desde la normalidad. No necesita gritar ni hacer gestos exagerados: su presencia basta para provocar terror.
El film tiene algunos puntos débiles. El final, por ejemplo, es un poco más convencional de lo que uno esperaría de una historia con raíces tan cínicas como las de Dürrenmatt. De hecho, el propio autor quedó insatisfecho con el desenlace y más tarde escribió La promesa, una versión más amarga y realista de la misma historia. También es cierto que algunos personajes secundarios no están muy desarrollados, pero eso no quita que la película funcione como un todo.
La fotografía de Heinrich Gärtner merece mención especial. Los paisajes suizos, con sus bosques hermosos y tranquilos, se convierten en el escenario perfecto para una historia donde la amenaza siempre está escondida entre la calma. La música de Bruno Canfora acompaña con sobriedad, sin buscar protagonismo, mientras la edición de Hermann Haller marca el ritmo justo entre tensión y espera.
En definitiva y resumiendo: EL CEBO no necesita gritar para inquietar. No busca golpes de efecto fáciles ni sustos artificiales. Es un thriller psicológico que apuesta por el silencio, por las miradas, por los gestos pequeños que dicen mucho. Tiene sus defectos, sí: un final algo complaciente y personajes secundarios algo planos. Pero también tiene una de las mejores escenas de tensión del cine europeo de los 50, y una reflexión nada simple sobre los límites de la justicia y la obsesión. Para quien disfrute del suspense bien hecho, sin adornos innecesarios, EL CEBO sigue siendo una película que vale mucho la pena. Una historia que, más que entretener, se queda dando vueltas en la cabeza del espectador durante varios días.