A estas alturas de la saga, Wong Fei-hung no es ya solo un personaje emblemático del cine de artes marciales, sino una figura casi mitológica del imaginario colectivo chino. En ERASE UNA VEZ EN CHINA III, el director Tsui Hark continúa el proyecto de construir una epopeya nacionalista anclada en el heroísmo clásico, envuelta en coreografías virtuosas y una puesta en escena épica. Sin embargo, tras el deslumbrante despliegue de la primera entrega y la complejidad ideológica de la segunda, esta tercera parte se presenta más domesticada, menos audaz, casi como una repetición digna pero sin riesgo.
Fei Hung Wong va a Pekín a visitar a su padre, un maestro de la danza del león. Allí tendrá que defender la escuela de su padre de una escuela rival. Al mismo tiempo, la prima Yee se encuentra con un antiguo pretendiente que está involucrado en un complot para asesinar al Gobernador Chino. Éste le regala a la prima Yee una cámara de cine en la que se registra una prueba del complot, y descubren que el asesinato está previsto durante la competición de la danza del león. Fei Hung Wong entra en la competición para evitar el asesinato...
La excusa argumental —el clásico “torneo” como pretexto para el conflicto— sirve para desplegar una vez más el desfile de rivalidades entre escuelas marciales, fricciones culturales y tensiones políticas que la saga ha sabido explorar con inteligencia. Pero en esta ocasión, el discurso pierde filo, se vuelve mecánico, previsible. La historia parece funcionar por inercia, sin la convicción de sus predecesoras. Lo que en la primera entrega era una reformulación sofisticada del wuxia clásico en clave de crónica histórica, y en la segunda un tratado sobre el choque de ideologías entre Oriente y Occidente, aquí se reduce a un conflicto más simplificado, casi caricaturesco, entre patriotas y corruptos. Tsui Hark, siempre visualmente inventivo, sigue siendo capaz de construir imágenes poderosas —hay composiciones dignas de un grabado chino antiguo— pero se nota que el impulso autoral ha menguado. El film parece más ocupado en agradar al mercado que en desarrollar sus ideas hasta el fondo.
Jet Li, no obstante, mantiene el tipo. Su Wong Fei-hung ha evolucionado hacia una figura cada vez más mesiánica: moralmente inquebrantable, físicamente invencible, pero emocionalmente contenido. Hay algo admirable y al mismo tiempo agotador en esta perfección inmaculada del héroe. Uno desearía una grieta, una duda, una debilidad. No por cuestionar su estatura moral, sino para humanizarla. Aquí, Jet Li se mueve como una figura esculpida en jade: elegante, precisa, pero también algo fría. Rosamund Kwan, como la eterna amada del maestro, sigue relegada a la función de interés romántico pasivo. Su personaje, como en las entregas anteriores, nunca termina de despegar, atrapado en un bucle de miradas silenciosas y diálogos tímidamente insinuados. La saga sigue siendo, en este sentido, profundamente masculina, con pocas concesiones al desarrollo femenino real.
Ahora bien, lo que realmente sostiene el conjunto, una vez más, es el virtuosismo técnico de las escenas de acción. Coreografiadas por el legendario Yuen Woo-ping, las peleas alcanzan momentos de verdadero esplendor cinético. La danza de los leones, que ocupa gran parte del clímax, es un alarde de sincronización, ritmo y plasticidad visual. Tsui Hark rueda estos combates como si fueran sinfonías visuales: hay tempo, hay compás, hay clímax. Cada golpe parece insertado no solo para impresionar, sino para narrar algo sobre los personajes y su conflicto interno. Sin embargo, aquí también aparece la fatiga. Si bien las coreografías son brillantes, ya no sorprenden como antes. Hay una sensación de repetición, de fórmula. Se echa en falta aquella sensación de descubrimiento, de inventiva radical que convirtió a la primera entrega en un hito del cine de acción. En ERASE UNA VEZ EN CHINA III, el virtuosismo formal empieza a tornarse rutinario.
En términos de diseño de producción, el film sigue apostando por la espectacularidad de época: ropajes tradicionales, decorados barrocos y una ambientación cuidada hasta el exceso. Beijing aparece como un escenario denso, caótico, casi operístico. La música mantiene su tono grandilocuente, con ese uso dramático de las cuerdas y los coros que refuerzan el tono épico. Sin embargo, como en otros aspectos del film, se percibe una cierta sobreproducción que a veces ahoga la emoción más genuina.
En definitiva y resumiendo: ERASE UNA VEZ EN CHINA III no es una mala película. De hecho, sigue estando muy por encima de la media del cine de artes marciales de los años noventa. Pero carece del nervio, la ambición y la riqueza conceptual de sus predecesoras. Es un capítulo decoroso, sí, pero que empieza a mostrar los síntomas del desgaste serial. Una película que confirma el estatus mítico de su protagonista, pero que ya no se atreve a cuestionarlo. Para el espectador exigente, esta tercera entrega ofrecerá momentos de disfrute visual, alguna reflexión fugaz sobre la identidad cultural china y, por supuesto, acción ejecutada con maestría. Pero quien venga buscando una evolución significativa del relato o una ruptura con el canon, saldrá con la sensación de que el viaje, esta vez, ha sido más conocido que revelador.