Tierras Perdidas (2025)

Hay películas que merecen arder en los infiernos y películas que brillan. Estas ultimas, las más memorables, incendian la pantalla con su potencia visual y alumbran con significado. TIERRAS PERDIDAS (2025), lamentablemente, solo chisporrotea. Como una hoguera mal alimentada, intenta encender grandes ideas con ramas mojadas. El resultado: humo, más que fuego. Paul W.S. Anderson, viejo conocido por su amor al caos estético (RESIDENT EVIL, HORIZONTE FINAL), regresa con una fábula postapocalíptica tan ambiciosa en su mitología como desordenada en su ejecución.

Basada en el relato de George R. R. Martin. Una reina (Amara Okereke), desesperada por encontrar la felicidad en el amor, envía a la poderosa bruja Gray Alys (Milla Jovovich) a las Tierras Perdidas, en busca de un poder mágico que permite a una persona transformarse en un hombre lobo. Con el misterioso cazador Boyce (Dave Bautista), que la apoya en la lucha contra criaturas oscuras y despiadadas, Gray deambula por un mundo inquietante y peligroso. Pero solo ella sabe que, cada deseo que se concede, tiene consecuencias inimaginables.

La premisa es potente. El mundo, en teoría, también: una civilización colapsada bajo la tiranía de un "Overlord" decadente y una religión fanática. Pero lo que debería ser una odisea épica termina siendo una serie de viñetas desconectadas, cosidas por un guion que explica demasiado y muestra muy poco. Las conversaciones —largas, rígidas, cargadas de filosofía de bar— arrastran la acción en lugar de impulsarla. Y cuando los personajes no hablan, pelean. Pero las peleas, salvo contadas excepciones, son genéricas, como si se pelearan por costumbre más que por convicción. Ahora bien, sería injusto no mencionar que la película tiene algún punto bueno, como  la secuencia del teleférico. Alys y Boyce, acorralados en una cabina suspendida sobre un abismo, enfrentan a los fanáticos de Ash (el Overlord) en una coreografía frenética de tiros, espadas y caídas espectaculares. Aquí Anderson recuerda que es un director de cine: la cámara se mueve con furia, el montaje acelera el pulso, y por un instante, todo encaja. Es una postal de la película que pudo haber sido. Pero ese instante se disuelve pronto, y volvemos al desierto narrativo y al tedio absoluto.


Visualmente, TIERRAS PERDIDAS apuesta por una estética de novela gráfica, con tonos sepia, cielos imposibles y ruinas digitales. La fotografía de Glen MacPherson intenta salvar los muebles, pero los efectos especiales (con un presupuesto estimado en 50 millones) traicionan constantemente la inmersión. Hay fondos que parecen renders sin terminar, criaturas sin peso ni textura, y batallas que ocurren más en el teclado de los animadores que en el campo de acción. La banda sonora de Tom Holkenborg (Junkie XL) impone músculo, pero a menudo abruma. En lugar de acompañar, arrolla. La edición, fiel al estilo Anderson, es rápida hasta lo incoherente, sacrificando claridad por vértigo. En una historia que depende tanto del viaje emocional de sus personajes, esa prisa se vuelve contraproducente.

En cuanto al reparto, hay luces y sombras. Bautista se consolida como un actor con más registros de los que muchos le atribuían. Su Boyce es rudo, pero también una persona herida. Cuando pronuncia “Viniste a buscar un monstruo. Bueno, aquí lo tienes”, lo hace desde un lugar honesto, casi doloroso. Jovovich, en cambio, entrega una interpretación errática y "en zapatillas de andar por casa": su Alys no termina de definirse entre la hechicera implacable y la mujer atormentada. La química entre ambos es más teórica que real. Jover, como Ash, desborda carisma psicótico, y Okereke logra cierta dignidad regia, aunque su rol está subdesarrollado.


Y aquí está el gran y verdadero problema de la película: quiere ser muchas cosas —crítica religiosa, estudio del deseo, aventura fantástica, western espiritual— pero no se compromete con ninguna. Las ideas están presentes, como sombras proyectadas en una cueva de CGI, pero nunca toman cuerpo. La película menciona el poder, la fe, la traición, la transformación… pero sin profundizar, sin incomodar, sin seducir. Como si temiera que pensar mucho la haga menos entretenida.


En definitiva y resumiendo: TIERRAS PERDIDAS es una película atrapada en su propio espejismo. Tiene el esqueleto de una gran fábula, los rostros de actores carismáticos y una fuente literaria de peso. Pero entre la pirotecnia sin alma y un guion que se enamora de su propia mitología sin saber cómo usarla, todo se disuelve. Como una bruja que olvida el conjuro a mitad del hechizo, Anderson lanza ingredientes potentes a la olla, pero el brebaje final sabe a garrafón. No es una catástrofe, pero sí un desvío decepcionante para quienes buscaban en estas tierras algo más que ruinas digitales y promesas vacías. Un viaje que, como tantos deseos concedidos por personajes ambiguos, deja una enseñanza amarga: la forma sin fondo es solo ruido y al salir de la sala de cine, es totalmente olvidable.