Mister video: Días rebeldes (1986)

 

Hay películas que envejecen como el vino, y otras que, desde su más tierna juventud, ya huelen a vinagre. DIAS REBELDES (1986), dirigida por Albert Magnoli, pertenece a esta segunda categoría con una convicción casi olímpica. Pretenciosa en sus intenciones, torpe en su ejecución y hueca hasta el tuétano, esta anomalía audiovisual se presenta como un drama deportivo, pero termina siendo una cinta de gimnasia acrobática que parece haber sido escrita por alguien que sólo ha leído las sinopsis de mejores películas del género.

Julie Lloyd (Janet Jones), una joven atleta de gimnasia, acepta ingresar en un nuevo club. Allí conoce a un Steve (Mitch Gaylord, medallista de oro olímpico en la vida real), un joven gimnasta que antes era una estrella del rugby. Entre ellos surge una gran amistad. Por otro lado se busca el equipo nacional de gimnasia para competir en las olimpiadas, y sólo seis hombres y seis mujeres formarán tal equipo. A partir de este momento, ambos entrenarán duramente para ocupar una plaza en los Juegos Olímpicos.

El argumento, en su forma más desnuda —como los músculos aceitados de su protagonista, Mitch Gaylord—, es un compendio de clichés sin la más mínima ambición de originalidad. Un joven atleta con pasado traumático, una familia disfuncional y el sueño de redención a través del deporte. Lo hemos visto mil veces, pero DIAS REBELDES logra la hazaña de hacerlo mil veces peor. Gaylord, protagoniza aquí como si su medalla le hubiera sido otorgada por gimnasia dramática. Su interpretación es tan inexpresiva que uno se pregunta si no habría sido más interesante ver una tabla de ejercicios en lugar de un actor. Su rango emocional oscila entre el ceño fruncido y la mirada perdida, como si estuviera constantemente haciendo cuentas mentales para evitar el colapso mental.


El guion, escrito por John Sayles, parece haber sido concebido en un gimnasio de pesas, entre serie y serie de press de banca. La narrativa avanza a trompicones, como si el propio libreto sufriera de esguinces estructurales. La historia debería inspirar superación, pero la película se obsesiona con sus rutinas físicas, olvidando por completo construir personajes con los que uno pueda empatizar. En su lugar, tenemos diálogos que suenan como frases motivacionales y otras perlas de autoayuda que harían sonrojar al mismísimo Paulo Coelho.

La dirección de Magnoli es una coreografía sin alma. Pareciera que su única instrucción fue: “hazlo lucir épico”, sin importar que lo que se esté filmando sea una escena de alguien subiendo unas escaleras. La música de sintetizador ochentero intenta llenar el vacío emocional de la película, pero lo único que logra es acentuar la desconexión entre forma y fondo. Cada montaje gimnástico está filmado con una devoción casi religiosa, con cámaras lentas y planos cerrados al sudor, como si cada salto mortal fuese un acto de trascendencia espiritual. Pero no hay épica en la repetición sin contexto, y lo que comienza como admiración termina rápidamente en agotamiento.


Por su parte, la actriz Janet Jones, en el papel de la también gimnasta Julie, es más decorativa que dramática. Su química con Gaylord es inexistente, y sus escenas juntos se sienten como dos desconocidos que fueron forzados a tomarse una foto familiar en un centro comercial. El intento de construir una relación romántica entre ellos se reduce a miradas intensas y diálogos que parecen sacados de un panfleto de reclutamiento para un gimnasio de barrio. Y sin embargo, DIAS REBELDES no es una película abominable. Es simplemente… insignificante. Es tan genérica, tan desprovista de ideas propias, que resulta difícil odiarla. Lo que se siente es una especie de lástima estética, como la que uno podría tener por una estatua de mármol mal tallada: se nota el esfuerzo, pero también la torpeza del escultor. No hay verdadera mala intención en esta película, sólo una profunda incomprensión de lo que hace que un drama deportivo funcione.


En definitiva y resumiendo: DIAS REBELDES es un salto ornamental hacia el olvido. Una cinta que quiso ser inspiradora, pero terminó siendo involuntariamente mamarracha. Tiene su gracia como valor antropológico de verla como testimonio de una época donde se pensaba que con música synth, una cámara lenta y un cuerpo aceitado se podía contar cualquier historia. Qué tiempos aquellos.