El terror gótico tiene ese magnetismo especial: niebla espesa, caserones en ruinas, secretos escondidos en la penumbra. LAURIN: UN VIAJE A LA MUERTE (1989), dirigida por Robert Sigl, es un ejemplo singular de este estilo. Poco conocida y fruto de una coproducción germano-húngara, se ha ido convirtiendo en rareza de culto. Una propuesta onírica y turbadora, aunque no siempre lograda: tan hipnótica como irregular.
Siglo XIX. En una idílica localidad costera alemana vive Laurin, una niña de 9 años con su madre Flora, su padre Arne y su abuela Olga. Arne es marinero y debido a su trabajo, pasa largos períodos de tiempo lejos de su familia. Una noche Flora muere bajo circunstancias extrañas en lo que parece un horrible accidente. Dos años después, el nuevo profesor Van Rees comienza su trabajo en la escuela. Laurin empieza a tener visiones y sueños que torturan su alma frágil, y que la convencen que la muerte de su madre no fue un simple accidente. Un mosaico terrible para la niña, quien al revelar el secreto pone su propia vida en peligro.Desde el arranque, la película conquista por su atmósfera y estilo visual. La fotografía de Nyika Jancsó es pura poesía visual: brumas que envuelven el paisaje, cementerios bañados en luces fantasmales, imágenes que recuerdan a los lienzos románticos de Caspar Friedrich. La música electrónica y coral de Hans Jansen y Jacques Zwart refuerza esa sensación de pesadilla elegante, y hay secuencias —como Laurin adentrándose en un castillo en plena tormenta— que son puro cine gótico. Dóra Szinetár, con apenas nueve años, está espléndida: su mirada transmite inocencia y desconcierto a partes iguales.
El problema es que LAURIN se queda atrapada en su propio ensueño. El guion, firmado por Sigl junto a Rozgonyi, se apoya tanto en la ambigüedad que a menudo resulta frustrante. La trama avanza con lentitud, sobre todo en el segundo acto, donde se repiten visiones y encuentros que apenas hacen progresar la historia. Los secundarios —el maestro, la abuela— parecen esbozos de personajes góticos más que figuras con entidad, y los temas sugeridos (abuso, represión sexual) quedan demasiado difuminados para impactar de verdad -exceptuando una escena que a día de hoy, no se podría realizar-. En sus mejores momentos recuerda a una buena película de terror folk; en los peores, se pierde en su propio ritmo lánguido.
A nivel técnico, es admirable para un proyecto tan modesto. Los decorados y localizaciones parecen sacados de un cuento de hadas oscuro, y Sigl demuestra, con solo 25 años, una madurez sorprendente en el encuadre y la puesta en escena. Eso sí, algunos toques electrónicos de la música hoy suenan algo anticuados. La violencia, aunque dosificada, resulta efectiva, pero se echa en falta un clímax más rotundo y efectivo, si lo que esperas es una película de terror.
En definitiva y resumiendo: LAURIN: UN VIAJE A LA MUERTE pasó casi desapercibida en 1989, con apenas recorrido en festivales, y solo su rescate en plataformas digitales le ha devuelto algo de vida entre los fanáticos del genero. El largometraje tiene un aire único, entre lo poético y lo perturbador. Para quienes disfrutan del terror gótico, las rarezas europeas y una protagonista fascinante, es una experiencia sugestiva; para quienes buscan un relato más directo y sólido, puede resultar desesperante o tedioso. Una joya imperfecta, pensada más para dejarse sentir que para entender.