El cine de género vive de los cruces improbables, de esas combinaciones que suenan descabelladas en el papel y fascinantes en la pantalla. TORNADO (2025), dirigida por John Maclean, se atreve con una de las más audaces: mezclar el western con el cine de samuráis en pleno siglo XVIII en Gran Bretaña. La idea tiene la textura de un sueño febril —Kurosawa entre ovejas y whisky—, pero su ejecución, aunque visualmente bella, se dispersa en un torbellino de intenciones que nunca aterrizan.
Ambientada en el agreste paisaje de la Gran Bretaña de 1790. Tornado, una joven y decidida japonesa, se ve envuelta en una peligrosa situación cuando ella y el espectáculo ambulante de marionetas samurái de su padre se cruzan con una banda de despiadados criminales liderada por Sugarman y su ambicioso hijo Little Sugar. En un intento por crearse una nueva vida, Tornado aprovecha la oportunidad para tomar cartas en el asunto y robar el oro de su atraco más reciente.
En su segundo largometraje, una década después de SLOW WEST (2015), nos intenta presentar, un viaje de redención y furia termina convertido en un poema visual con alma desorientada. El arranque es prometedor: Tornado, envuelta en un kimono raído, huye por los páramos escoceses de un grupo de perseguidores. Las colinas —filmadas en 35mm por Robbie Ryan— parecen respiraciones de otro mundo. La niebla se arremolina como si fuera un espíritu japonés, y cada árbol desnudo parece una pincelada robada a Hokusai. En esos primeros minutos, Tornado deslumbra: es cine que se siente, que huele a tierra mojada y acero oxidado.
Pero la bruma, pronto, se convierte en metáfora de su guion. A medida que avanza, la película se pierde entre el minimalismo y la indecisión. Maclean no logra decidir si está filmando una tragedia contemplativa o una sátira gamberra. Cuando quiere ser irreverente, el humor llega descompasado —una broma torpe sobre el oro aquí, un duelo paródico allá—, rompiendo el ritmo. Y cuando se pone seria, el resultado es un tedio solemne que no conduce a la catarsis. Lo que debía ser tensión se convierte en pausa; lo que debía ser pausa se convierte en vacío. Tim Roth, sin embargo, brilla como un demonio civilizado. Su Sugarman es pura amenaza, un villano que destila crueldad con cada palabra medida, como un whisky añejo que arde sin prisa. Frente a él, Kōki, ofrece una presencia magnética: combina la fragilidad de una muñeca rota con la furia contenida de un ronin. Su inglés ceremonioso, más gesto que idioma, aporta cierto aire fantasmal que, aunque hermoso, acentúa el tono artificial del conjunto.
El guion, también firmado por Maclean, es el talón de Aquiles: apenas un esqueleto narrativo. Los personajes no evolucionan, los diálogos carecen de subtexto y la estructura avanza sin giros ni sorpresas. La venganza de Tornado —tema universal, casi mítico— se reduce a un trayecto lineal, con un clímax tan estéticamente logrado como emocionalmente hueco. El duelo final, envuelto en una niebla espesa, es visualmente hermoso… pero deja el mismo vacío que mirar un cuadro sin historia detrás. En comparación con SLOW WEST, que tenia un mejor equilibrio entre humor seco y lirismo, TORNADO peca de rigidez. Quiere ser mística y moderna a la vez, pero termina atrapada en su propia ambición formal. El choque cultural queda sub explotado, más decorativo que narrativo. Y aunque la película tiene la valentía del experimento, carece del pulso emocional que le dé vida.
En definitiva y resumiendo: TORNADO es un western samurái ingles con una cinematografía evocadora y un Roth imponente, pero su narrativa esquelética, tono errático y tedio en los momentos serios lo limitan. Un experimento visual que intriga, pero que bajo mi opinión, no llega a conmover ni a emocionar. Fascinante a ratos, frustrante en conjunto.