El cine postapocalíptico es como ese viejo amigo que siempre llega tarde a la fiesta, pero uno le abre la puerta igual: sabemos que traerá historias de ruinas humeantes, humanidad en carne viva y algún destello de esperanza entre las cenizas. AFTERBURN: ZONA CERO (2025) la tercera incursión de JJ Perry tras la cámara, prometía ser precisamente eso: acción interesante, ciencia ficción modesta y un vistazo a ese futuro sin futuro que tanto seduce al espectador. Sin embargo, lo que debía ser un festín termina pareciendo un almuerzo que te llena el estómago, pero nadie recuerda nada excepcional al día siguiente.
Un grupo de cazadores de tesoros postapocalípticos busca reliquias antiguas en una Tierra que ha quedado casi medio destruida por una enorme erupción solar.
El papel principal, inicialmente pensado para Gerard Butler, acabó en manos de Dave Bautista, quien ha demostrado ser mucho más que un ex-luchador musculoso de WWE, que combina blockbusters de alto calibre — como DUNE: PARTE 2 (2024), nada menos— con proyectos más íntimos o de menor presupuesto. Aquí interpreta a Jake, un exsoldado que se gana la vida cazando tesoros en un mundo condenado por una tormenta solar que apagó todas las luces del planeta. La premisa tiene chispa: una humanidad que esta al borde de la extinción, un mercado negro donde los objetos son tesoros y el arte funciona como reliquia sagrada de una civilización perdida. El problema es que la chispa nunca llega a prender fuego.
El guion escrito entre (atención) cuatro personas, recicla estampas reconocibles: un tirano excéntrico (Samuel L. Jackson como August, rey autoproclamado de Inglaterra), un héroe con sueños de huida en un velero y un encargo suicida digno de epopeya: recuperar la Mona Lisa en una Francia gobernada por un caudillo brutal. Por el camino, se suma la luchadora de la resistencia (Olga Kurylenko), diseñada para representar el altruismo colectivo frente al egoísmo solitario de Jake. Es un menú que suena nutritivo en el papel, pero en pantalla se siente como un buffet recalentado.
Hay ideas que podrían haber brillado —¿una horda de caníbales parkour? Eso suena a gloria pulp—, pero se resuelven de forma tan apresurada que parecen notas marginales en el guion. El resultado es un cóctel de clichés: dictadores europeos de opereta, romances forzados y una imaginería bélica que parece sacada de un manual de historia mal digerido. Visualmente, la película luce cierta dignidad. Rodada en Eslovaquia, con fábricas oxidadas y bosques sombríos, logra transmitir una atmósfera de fin del mundo. Y, sin embargo, con 57 millones de dólares en la mochila, lo que asoma en pantalla recuerda más a una producción italiana de serie B de los ochenta. Perry consigue consistencia estética, pero no inventiva. Aunque es cierto que me recordó a la película DOOMSDAY (2008) de Neil Marshall, ya que en cierto momentos logra brillar, donde otras películas podrían hundirse.
La gran decepción está en la acción. Perry, especialista y coreógrafo de combate de probada trayectoria, parecía destinado a ofrecer escenas memorables. Y, sin embargo, apenas encontramos una persecución con buggies, motos y tanques que rompe la monotonía. El resto son peleas breves, sin contundencia, culminando en un clímax ferroviario que más que explosivo resulta… tibio. Como si alguien hubiera dejado el fuego a medio gas. En el terreno actoral, Bautista sostiene el peso físico con entereza, aunque su Jake se limita al arquetipo del guerrero taciturno. Kurylenko, eficaz pero desaprovechada, queda atrapada en la categoría de “interés narrativo”. Jackson, siempre magnético, hace de si mismo, en modo divertido, pero casi un cameo de lujo más que un motor dramático. Y Hivju, como villano caricato aparece tarde y sin suficiente veneno como para marcar huella en el espectador.
En definitiva y resumiendo: AFTERBURN: ZONA CERO no es el desastre que me esperaba, es un producto entretenido que toca temas y muestra escenas que ya hemos visto miles de veces. Correcta para ser serie B, demasiado rutinaria para brillar en un escaparate grande. Su pecado no es fracasar, sino no atreverse: ofrece un entretenimiento pasajero, sí, pero de esos que se evaporan de la memoria antes de que termine la semana. Y lo triste es que tenía todos los ingredientes para ser otra cosa: hablar del arte como símbolo de supervivencia, de la memoria como tesoro en tiempos de barbarie, de la chispa humana que resiste incluso en la oscuridad. En lugar de eso, se queda en un collage de referencias, un tren que avanza con freno de mano y una paradoja cruel: una película llamada AFTERBURN que jamás consigue encender su propio fuego.