En un futuro distópico, cincuenta adolescentes participan en una brutal competición conocida como "La larga marcha", donde deben caminar sin descanso: si se detienen o reducen la velocidad de la marcha, mueren. Solo uno sobrevivirá.
En esa brutal simplicidad late todo el peso de una América alternativa de los 70, desgastada por una guerra sin nombre y un sistema que convierte la obediencia en espectáculo. No hay arcos heroicos ni melodramas de redención, solo jóvenes carne de cañón televisada, caminando hacia la nada mientras el público aplaude su agonía. Lawrence filma esa condena con una precisión casi ritual. Las carreteras secundarias se vuelven pasillos del infierno, el viento en los campos de trigo suena a respiración moribunda, y cada disparo corta el silencio como una plegaria rota. La fotografía se pega a los pies ampollados, al temblor del muslo, a la desesperación contenida. No hay montaje vertiginoso ni efectos de artificio: solo la tortura lenta de avanzar sabiendo que detenerse es morir.
En el centro del purgatorio, dos figuras: Ray Garraty (Cooper Hoffman, heredero del desconcierto melancólico de su padre) y Pete McVries (David Jonsson, con una chispa de ironía británica que resiste el polvo). Su amistad es el corazón palpitante de la película, un pacto de humanidad entre disparos y jadeos. Hablan de madres, de miedo, de sexo y de sueños imposibles, como si sus palabras fueran el último refugio contra la locura. Es King en estado puro: la camaradería como única forma de rebelión. Mark Hamill, oculto tras gafas oscuras, interpreta al Mayor, un dictador de megáfono que dirige la masacre con la frialdad de un presentador de concursos. Y detrás, el público invisible: esa América que mira sin mirar, que aplaude mientras otro cae.
Pero no todo camina con gracia. LA LARGA MARCHA peca de ciertos problemas: sigue el libro al pie de la letra, pero ciertos aspectos interesantes se quedan fuera, un aspecto que a los que les guste la novela, lo echaran de menos. El ritmo se vuelve castigo; el espectador, otro caminante agotado. Durante casi dos horas, la película avanza con el mismo pulso monótono que pretende denunciar. ¿Genialidad o exceso de respeto? Difícil decirlo. King quería cansarte, sí, pero el cine pide otro tipo de resistencia y en ciertos momentos, el espectador acabara viendo la hora. Cuando el film termina, uno no sabe si ha visto una película o ha participado en una peregrinación hacia la muerte.
En definitiva y resumiendo: LA LARGA MARCHA es un experimento valiente que funciona a ratos y se arrastra en otros. Te deja pensando en hasta dónde serías capaz de llegar por un sueño, por un amigo, por no ser el siguiente cadáver en la cuneta. No es una gran película, pero sí contiene escenas muy crudas que se quedaran en el recuerdo del espectador. Y en 2025, con tanto reboot vacío, eso ya es mucho.



